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El último vestido de Marilyn Monroe

  • Foto del escritor: Daniel Rodríguez
    Daniel Rodríguez
  • 5 ago
  • 2 Min. de lectura

 A 63 años de su partida, hoy hacemos un estudio del diseño de Emilio Pucci con el que el icono del cine se despidió.

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Si hablamos de rubias, hablamos de Marilyn Monroe.

Ícono inolvidable del cine, única e inigualable, Monroe no fue solo una estrella: fue un fenómeno cultural, un símbolo de sensualidad, vulnerabilidad y glamour que marcó para siempre la historia de Hollywood. Su presencia trascendía la pantalla, y aún hoy, décadas después de su muerte, sigue siendo una figura fascinante.

Incluso en su despedida final, el estilo y la elegancia la acompañaron: fue enterrada con un vestido de Emilio Pucci que, más que una prenda, es un emblema silencioso de su legado eterno.


La predilección de Marilyn Monroe por Emilio Pucci no era un secreto. Ella misma había manifestado en varias ocasiones que Pucci era una de sus firmas favoritas, y no era difícil entender por qué. Sus diseños combinaban como pocos la comodidad con una sensualidad sofisticada, alejándose de la rigidez de la alta costura tradicional. La paleta de colores vibrantes que caracterizaba al diseñador florentino (verdes esmeralda, violetas intensos, fucsias, azules eléctricos) parecía capturar la esencia misma de Marilyn: una mezcla de luz, deseo y libertad. 

En Pucci, Monroe encontraba algo más que un vestido; encontraba una segunda piel, una forma de expresar su personalidad lúdica, audaz y profundamente femenina. Elegir uno de sus modelos para ser enterrada no fue un gesto trivial, sino una elección cargada de simbolismo: incluso en la eternidad, quería vestirse de vida.


Monroe fue sepultada con un vestido de seda verde firmado por Emilio Pucci, una pieza que ya había lucido durante su visita a México en 1962. Sin joyas, sin ornamentos ostentosos, sin artificios: solo el vestido y ella. La elección no fue casual. Era una prenda sencilla pero profundamente significativa, que reflejaba su esencia más auténtica, aquella que rara vez se veía detrás del mito.

Una elegancia íntima, silenciosa, real. Así fue como se despidió del mundo: con la misma belleza que la consagró, pero despojada del espectáculo, una vez que las cámaras se apagaron para siempre.


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